Por Rodrigo Ferre Bodí
profesor de Secundaria y Bachillerato en el IES Professor Manuel Broseta, de Banyeres de Mariola (Alicante)
Sin pretender ningún posicionamiento ideológico, con la mayor objetividad y realismo posibles, debemos plantearnos la cuestión clave en la tarea educativa de las nuevas generaciones de ciudadanos. Se trata de dilucidar quién tiene la principal responsabilidad y primacía en la educación de los niños y jóvenes.
A nadie se le escapa que no existe ni puede existir una educación neutra. De ahí que en esta misión fundamental dos entidades, la Familia y el Estado, parecen estar en permanente pugna por su control. Por eso, conviene sentar unas bases sólidas que permitan entender cuál es el ámbito específico de cada una de ellas, así como lo que les corresponde en la educación y/o formación de los niños y jóvenes.
Un hecho fundamental que clarifica la cuestión viene dado al constatar que todas las Instituciones Internacionales convienen en reconocer (no en otorgar) que los derechos de los padres en la educación de los hijos son Derechos Humanos fundamentales e inalienables. Esto implica que el Estado tan solo puede actuar subsidiariamente en la educación de los niños y jóvenes, nunca como primer agente decisor. Y mucho menos como el único. Realizar esta afirmación rotunda y actuar en consecuencia para desarrollarla no es fruto de las presiones que pueda ejercer nadie, ni un privilegio del pasado de ninguna Institución. Responde al cumplimiento del Derecho de los padres al que el Estado debe someterse. Es cuestión de respeto a los Derechos Humanos, sobre todo cuando afirman que los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos (Art. 26.3). Por tanto, deberíamos acuñar y grabar a fuego esta expresión: «ni privilegio, ni complejos» referida a la primacía de los padres en la educación de sus hijos. No se trata de opiniones, ni de encuestas, ni de debates políticos, ni de mayorías parlamentarias, gustos o ideologías.
No obstante, profundizando un poco más en la cuestión de los Derechos Humanos fundamentales debemos recalcar que no se trata de unos Derechos concedidos por ningún Estado o Institución a las personas. Al contrario, estos reconocen los Derechos Humanos que tiene todo ser humano por el mero hecho de serlo. En este sentido, es imprescindible no perder de vista que los Derechos Humanos Fundamentales Naturales no se tienen porque estén escritos y reconocidos (y promulgados), sino que se reconocen y están escritos porque se tienen. En realidad son la plasmación gráfica de la propia naturaleza del ser humano, de su exigencia de convivencia y relación, así como de la necesaria toma de conciencia de los mismos. Por eso mismo, no es suficiente con su promulgación y reconocimiento, sino que todos los esfuerzos legislativos deben avanzar en su cumplimiento íntegro, pues forman un bloque compacto, de tal modo que violar (o no cumplir o desarrollar) tan solo uno de ellos afecta inevitablemente al conjunto.
Este es el único modo posible para no obviar la existencia de una realidad anterior y superior a cualquier Institución o Estado: la familia y su misión educadora. Antes de la aparición en la historia de los Estados (y mucho más, los Estados modernos) ya existía la familia (independientemente de sus tipos y configuraciones).
Sin embargo, aún se requiere dar un paso más. Y un paso esencial. Debemos ser conscientes de que «el material» con el que trabajamos son seres humanos. Hablamos de personas. Esto nos obliga a realizar una profunda reflexión sobre la importancia y la gravedad de las acciones u omisiones de aquellos que tienen la responsabilidad en la educación de los niños y jóvenes. No puede perderse nunca de vista que únicamente hay un sujeto (y principal protagonista) y un solo objeto. Se trata, respectivamente, de los niños y jóvenes (sujeto) y de su formación integral, integrada e integradora (objeto).
Y si el objetivo es que la educación y formación que reciban sea la que les permita un desarrollo completo de su personalidad y de sus capacidades, no debe olvidarse ninguna de las dimensiones que configuran al ser humano. Poco importa si estas se desglosan en cinco (biológica, emocional, cognitiva, relacional y noética) o se resumen en tres (física, psicológica y espiritual). A fin de cuentas, si no conseguimos que, junto a los saberes específicos de cada una de las ciencias (sociales o naturales), los niños y jóvenes aprendan a realizarse plenamente como hombres y mujeres desde su vocación personal, con unos valores universales y puedan dar un sentido global y profundo a su existencia, tanto individual como comunitaria, habremos fracasado estrepitosamente.
Desde esta perspectiva, es preocupante la dejación de funciones y/o la no asunción de la responsabilidad que les corresponde a toda una generación de padres biológicos que han olvidado que ser padres es mucho más que traer al mundo a alguien de su misma especie. Parece que no pocos desconocen que la tarea principal que tienen como padres es la educación de la prole. Sin embargo, podemos constatar que en lugar de dedicarse a esta misión, siguen viéndose a sí mismos no como adultos sino como ‘jóvenes permanentes con mucha experiencia’; son los ‘adolescentes perpetuos’ que han dejado de lado la educación de sus propios hijos en otras manos.
Ante esta realidad el Estado ha decidido ir asumiendo progresivamente una función tutorial global (a través de la escuela principalmente, pero no en exclusiva) para diseñar una sociedad según una antropología determinada.
Con estos mimbres, el cesto que podemos construir es más que previsible. De hecho, el papel subsidiario del Estado y el derecho prevalente de los padres para elegir el tipo de educación que desean para sus hijos es cuestionado por no pocos grupos de presión ideológica. Son muchos los temas que aparecen ligados a esta cuestión: la elección de centro, el idioma de escolarización, la educación en casa (homeschool), la libertad para la creación de centros escolares, la asignatura de Religión…
Así, la cuestión de las diferencias entre la escuela pública y la concertada y privada adquiere un nuevo sentido. Sin embargo nunca entenderemos la esencia del tema que nos ocupa si no conseguimos clarificar un término que, de un tiempo a esta parte, ha sido tergiversado. Se trata de la grave confusión entre «público» y «estatal».
En realidad, todas las escuelas son públicas. De hecho, todas ellas realizan un «servicio público»; incluso, de un modo u otro, están sostenidas con «fondos públicos». Algunos ejemplos son útiles para entenderlo. Primero: los taxis realizan un «servicio público» (llevan la inscripción SP); es más, depende de la Administración la otorgación de licencias y demás condiciones para desempeñar esta tarea. Sin embargo, el vehículo es propiedad del taxista, es él quien cobra y «administra». Segundo ejemplo: las farmacias son de titularidad estrictamente privada, así como su organización, administración, decisiones comerciales… Pero dependen de la Administración pública para su apertura, ubicación, condiciones… Es más, la Administración se encarga de transferir a estos establecimientos privados el dinero que les corresponde. Y es innegable que el «servicio público» que realizan es de primer orden.
Por tanto, volviendo al ámbito educativo, es necesario insistir en que la diferencia esencial estriba en la promoción, titularidad y administración de cada Centro. Todos son públicos; sin embargo, unos son de promoción y titularidad estatal y otros de promoción y titularidad privada. Es indudable que unos y otros desempeñan la misma función y se rigen por las mismas leyes educativas.
Pero aún debemos dar otro paso más. Sólo asumiendo que los Centros así llamados «públicos» (estatales, en realidad) son de todos, podremos dejar al margen las paradojas y la incongruencia. Si todos los preceptos legales insisten de un modo claro, contundente y reiterativo en la misma idea de que los padres tienen el derecho prevalente a elegir el tipo de educación que ha de darse a sus hijos, no se entiende que en un Centro que es suyo (por ser estatal) alguien pueda ser marginado por alguna causa. En este tipo de escuelas deberían aceptarse y potenciarse todas aquellas opciones educativas que pidieran los padres. Es el Estado quien debe garantizarlo. Se trata de un Derecho Humano Fundamental. Ninguna disposición legal puede poner al Estado (o a cualquiera de sus instituciones) directa o indirectamente por encima de las familias en lo que a la educación de sus hijos se refiere.
Precisamente por esto, si algunos padres deciden que sus hijos han de estudiar en un colegio público de titularidad no estatal, esta decisión no debería suponerles ningún tipo de marginación ni sobrecoste económico, pues con sus impuestos ya están sosteniendo el conjunto del sistema educativo del país.
Por todo ello, no es suficiente con la redacción y exposición sobre el papel de los Derechos Humanos y de las Familias, ni con su proclamación más o menos solemne, pues de un modo continuo se constata que este derecho-deber de los padres es vulnerado a menudo; unas veces discretamente y otras de un modo totalmente escandaloso. Queda pendiente su solución definitiva. El reto es urgente, perentorio y, sobre todo, apasionante.